Acaba de nacer y ya queremos matarlo.
Hace algunas décadas -tres para ser más exactos-, se puso de moda la gestión de la calidad en la empresa. Se implantaron sistemas de control estadístico de procesos (SPC), se difundieron los
14 principios de Deming (como ahora las tesis del
Cluetrain), proliferaron las espinas de pez de
Ishikawa, se adoptaron
metodologías Seis Sigma y varios divertimentos más, hasta llegar a las huecas certificaciones ISO-9000 y el famoso
TQM.
Tras leer puñados de artículos en la Harvard Business Review sobre la revolución del "Quality Management", lo primero que hacía el director general era dotar a la empresa de un director de calidad. Se le puso un despacho, se le mandó a hacer un master a Japón y se le ubicó muy arriba en el organigrama, justo debajo del mismo comandante en jefe. A partir de ese momento la calidad era cosa suya. Y sólo suya. Las cadenas de producción donde se producían los "defectos", por falta de formación o de sistemas robustos, se ubicaban en las fábricas a kilómetros de distancia del despacho del Quality Manager. Los errores de entrega en la distribución, los errores de diseño, los golpes en el almacén... todo eso pertenecía al mundo real, no al de las ideas. Y la calidad era una idea: gráficas y slogans en los tablones de anuncios cogiendo polvo y recibiendo las miradas de desdén de los currantes.
No obstante, algunas empresas copiaron las prácticas japonesas de los
círculos de calidad para llevarla a pie de obra. A partir de ahí, los facilitadores de estos círculos se limitaron a inculcar el espíritu de la calidad que comenzó a cuajar en la tropa y marinería. El director de calidad quedaba relegado a las ISO 9000, mientras los métodos de análisis causa-efecto y las metodologías de mejora continua eran finalmente asimiladas por los actores de los realmente dependía la calidad.
La gestión de la calidad, hoy intrínsica en los procesos productivos, tuvo que ser incorporada fruto de un cambio sociológico sustantivo: el auge de la clase media, el incremento del poder adquisitivo, el incremento de la competitividad en los mercados, y en general, el cambio de un enfoque estratégico centrado en la producción, a otro centrado en el mercado. Un cambio que transformó la forma de organizar las empresas.
Los
medios sociales suponen una revolución para la gestión del marketing y la comunicación corporativa. La
figura del community manager es una herramienta que puede facilitar el cambio, pero no es un fin en sí mismo. La importancia de los medios sociales para la empresa, no puede (no debe) reducirse al ámbito de actuación de "el chico de las redes sociales".
Las empresas más avanzadas, entenderán la importancia de integrar la función de "Community Management" en todos los ámbitos de la empresa. Quizá incorporen un
community manager para gestionar la transición , pero su función será, principalmente, organizar, difundir y evangelizar internamente.
Otras empresas se quedarán mirando al dedo.
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