Extraigo un pequeño texto del libro
La insolencia, donde Michel Meyer cita el libro de Maurice Lever,
Le spectre et la marotte:
Los obispos de la Edad Media veían aproximarse las fiestas de Navidad con una cierta aprensión. En efecto, durante algunos días -hasta la Epifanía- las iglesias se convertirían en el escenario de extrañas ceremonias, conocidas como las fiestas de los locos, pero que también eran denominadas fiestas de los sandios o fiestas de los inocentes. ¿Hacia dónde apuntaría el furor iconoclasta que se apoderaba entonces del pueblo de Dios? ¿En qué punto se detendría la violencia? ¿También volvería a reinar ese año el orden tras el desorden? Nadie hubiera podido asegurarlo. Una vez desatada la histeria colectiva, todo se trastocaba, todo parecía posible. Durante una semana más o menos, la comunidad cristiana se entregaría a una especie de ininterrumpido psicodrama.
Estas prácticas, heredadas del paganismo, habían comenzado mucho antes. San Agustín las denunció ya en el siglo V, y el cuerpo de la Iglesia -desde el Concilio de Toledo, en el año 633- había perseguido incesantemente sus excesos. Haciendo caso omiso de estas condenas, a menudo acompañadas de amenazas de excomunión, el bajo clero siguió organizando cada año esas increíbles bacanales. es curioso que los actores de la fiesta de los locos no fueran simples laicos en rebledía hacia la institución religiosa, sino clérigos jóvenes, diáconos o subdiáconos, que abandonaban las parroquias. Nacida en el seno de la Iglesia, la fiesta siguió existiendo durante los siglos, gracias al celo de los sacerdotes y al desprecio hacia los anatemas lanzados en su contra por sus superiores jerárquicos.
En el transcurso de la misa, se procedía a elegir el obispo de los locos. De ordinario, se elegía a algún mendigo al que se consagraba con gran pompa, y se le revestía con los ornamentos episcopales. Una vez entronizado, el recién elegido oficiaba "pontificalmente": coronado con mitra y báculo en la mano, dispensaba su solemne bendición al pueblo. A continuación, el clero lo introducía en el coro, mientras danzaban y cantaban refranes lascivos. Una vez ante el altar, participaban en una comilona a base de morcillas y salchichas ante las mismas narices del sacerdote celebrante; bebían grandes tragos de vino servido en los copones; intercambiaban juramentos y blasfemias; mezclaban frases groseras con los textos sagrados; jugaban a los naipes y a los dados; y se permitían actos licenciosos aún más graves, que los contemporáneos no especifican, pero que son fácilmente imaginables.
Parece que el día de los locos haya rebajado el calibre de su insolencia, y que quizá los carnavales mantengan todavía un poco de aquella irreverencia.
De cualquier forma, ¡Felíz Día de los Inocentes!
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