Al principio me lo planteé como un
juego. Es como querer probar
Linux, por saber, por hablar con conocimiento de causa. Aunque también me seducía
la tentación de la manzana: un "algo tendrá cuando tantos lo adoran". Había otras razones secundarias que tenían que ver con funcionalidad: la grabación musical, el tratamiento fotográfico, la facilidad de uso. Y un sistema operativo muy fiable construido sobre Unix, que facilita sobremanera la instalación de software y hardware.
Así que llegó, y comencé a sufrir las consecuencias de mi testarudez, queriendo integrar un elefante de diseño en una cacharrería. No sólo porque la red sea
Windows (que
per se no presenta mayor problema), o porque el
Office descuadre las tipografías de un simple
PowerPoint. Es que hay fabricantes de impresoras que no desarrollan drivers para otra cosa que no sea Pc. Y de ese estilo, una tras otra.
Con los días, poco a poco, se va haciendo uno con la máquina (el potro salvaje), va comprendiendo su lenguaje, dónde le duele y dónde le gusta. Y lo empieza a tratar con cariño. Y decide que el tiempo perdido en detalles de compatibilidad, puede bien valer el sosiego de su ergonomía, de sus transiciones diluidas en el día a día. De su sencillez de uso, de su rapidez, de pasar de la suspensión a la vida, en apenas un segundo. De la ausencia "casi" completa de caídas.
Y al cabo de un mes, donde estoy, ya no hay vuelta atrás. Por la pantalla, por el sonido, por la rapidez, por la elegancia. Porque el mito de la escasez de software (gratuito, de pago o pirateado) ya no es más que eso, un mito. Y uno no deja de estremecerse al presenciar cómo su ya abultada colección fotográfica se cataloga y se expone al exterior, o cómo se detectan redes inalámbricas (y se configuran) como si de toda la vida se conociesen. Y llega uno y chas, en apenas dos horas
fabrica una melodía corporativa,
copyfree: el sueño del
sampleador.
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