El sabio que afirmó por primera vez que lo que importa no es la respuesta, sino la pregunta (o su formulación), seguro que no tenía alrededor una sarta de incrédulos que lo miraban con sorna y casi con reproche, dirigiéndole repetidamente la siguiente pregunta: y tú, ¿por qué escribes? Además de al tabaco, el utilitarismo contemporáneo (la herencia más pobre del racionalismo) le ha declarado la guerra al juego, salvo que éste tenga fines terapéuticos o didácticos. Jugar es sinónimo de inutilidad. Inutilidad es la cualidad del inútil. Pues eso: y tú, inútil, ¿para qué escribes?
Si alguien escribe una novela, la respuesta parece clara: uno escribe para forrarse y dejar de trabajar (?). Si se escribe un artículo pseudo publicitario en
Expansión, la respuesta también parece obvia. Lo extraño ha llegado de la mano de los cada vez más
hasta-en-la-sopa blogs. Con los foros no pasaba, nadie se sentía escritor, sino miembro contribuyente de una comunidad. Estas insolentes herramientas que son los blogs, han hecho salir del armario los diarios íntimos más recónditos, o han convertido milagrosamente en escritores (aquel que escribe y es consciente de ello) a personas no sospechosas de extravagancia filosófica hasta ese momento.
Hasta aquí, aunque había escrito bastante y mis allegados terminaban por descubrirlo, no me había encontrado tantas veces frente a esta "tediosa" pregunta. Sin embargo, el fenómeno blog, me ha llevado a urdir o a improvisar respuestas airosas, al mismo tiempo que ponía orden en mis sentimientos. Ahora ya tengo una respuesta tejida.
Cuando tenía trece años, mi padre me apuntó a una academia de la calle Carranza, donde se enseñaba mecanografía -qué extraordinaria palabra-. Durante dos meses de verano, de ocho a nueve de la mañana, repetí hasta el hartazgo: "el veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi". Poco a poco, mis dedos se soltaron, terminando en un frenético ritmo cercano a las 300 pulsaciones (proeza que nunca ha vuelto a mí). Repetía mentalmente cada palabra que decía en voz alta, imaginándome cómo escribirla en el mítico teclado negro de una Olivetti de escritura mecánica. O cómo se encendían las letras en el panel luminoso que servía de guía. En su momento, juré venganza, sin poder imaginar el favor que me había hecho mi padre, cuando por fin se terminara generalizando el uso del ordenador personal. Ahora mis cortos dedos de guitarrista de boquilla experimentan ansia si no escriben, como cuando el deportista vocacional dejan unos días de entrenar. Se siente torpes, les cuesta acariciar una mejilla, tiemblan, sueñan con teclear, sufren depresiones, les afecta el pulso, se dejan morder las uñas. Por eso escribo. Para dar de comer a mis dedos, que de otra forma, quizá estarían inventando modos de hurgarme la nariz.
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